8 de febrero de 2009

RELATOS III



EL CUENTO DEL ZARAPICO

Este cuento me lo hizo mi abuelo hace mucho tiempo, trata de una Isla lejana a la que nuestra especie, la de los zarapicos, así nos llamaban en aquella Isla, acudía cada año en su larga migración. Perdón, iba a meterles una retajila sin haberme presentado. Soy “Pip”, un zarapito trinador muy viajado.
Pero vamos con el cuento de la Isla lejana. Según mi abuelo, a él le habían contado que aquel lugar paradisíaco, durante mucho tiempo no tuvo seres humanos que lo habitaran. Pero un buen día las personas pegaron a llegar, llevando con ellos plantas y animales desconocidos en aquel lugar, y sus conocimientos para vivir de la tierra que los había acogido. Los recién llegados se dedicaron a llevar sus cabras, ovejas y cochinos negros por toda la Isla, haciendo veredas por las que el ganado llegaba a todos los pastos, aunque estuvieran en pegues muy empinados o al lado de la fuga más alta. Aquella gente también aprovechaba las plantas del lugar y otras que ellos trajeron consigo, y daba gusto verlos en verano compartiendo la marea con nosotros, cogiendo lapas, burgados, bucios, trancando charcos para coger pescado con leche de tabaiba, o sacando jairas entaliscadas en los andenes de los barrancos, ayudándose sólo con un astia larga y fuerte. Ni yo, que vuelo a la perfección, me atrevería muchas veces a llegar a los sitios a los que ellos se encaramaban.
También en verano celebraban grandes fiestas, donde para regocijo de sus dioses, hacían carreras hasta la cumbre, pulseaban tremendos bimbos y, como plato fuerte, se enfrentaban en luchas amistosas, que empezaban de lejos, tirándose piedras, luego se fajaban con los palos y, al final, agarraban cuerpo a cuerpo, entre el rebumbio de los que asistían como espectadores.
Un día llegaron otros hombres, que al principio no querían comprender nada, y tras luchas feroces y sangrientas, consiguieron apoderarse del lugar. A partir de aquel momento, muchas cosas cambiaron, aunque otras muchas quedaron. Los que ya estaban y los nuevos se dedicaron entonces a sorribar llanos y montañas, “fabricando” tableros y fajanas desde la orilla del mar hasta los Altos, acondicionando gavias y nateros en los barrancos. También aparecieron unos tesegues de vacas rojas que arrastraban corsas con toda clase de cargas, y se construyeron unas casitas cucuseras, con tejas rojas y balcones muy curiosos, al lado de las tierras hechas.
Aquellos hombres seguían mirando al cielo, fijándose en nuestras idas y venidas para saber si estaban en “Pasto” o en “Verde”. Eran gentes que vivían de la tierra y el mar, y que conocían la Naturaleza que les rodeaba a la perfección, lo que los convertía en verdaderos poetas, ¿no te lo crees?, bien, pues dime, qué Pueblo ha sido capaz de llamar “vida” al ombligo o “llanto del pino” al liquen. ¿Sigues dudando?, pues ahí van otras, cuando alguien era muy elegante en sus gestos le daban nuestro nombre, llamaban Madre del Agua a los nacientes, Padre a su montaña más alta, o cuando alguien preguntaba “¿Cuándo lloverá?”, se le respondía con la frase más cargada de esperanzas y evocaciones que ningún Pueblo haya dicho jamás: “Cuando pare la brisa”. ¿Eran o no auténticos poetas de la Vida?
El paso del tiempo hizo que aquellas gentes, “cristianos” se llamaban entre ellos, fueron creando muchas cosas nuevas y adaptando costumbres llegadas de lejos y que ellos se encargaron de hacer a su mano; su modo de vida tenía tantos detalles propios que harían falta muchas vidas para poderlos contar. En realidad eran tantas costumbres, ritos, deportes, músicas, juegos y sabiduría que, un día, nació una generación de estas gentes a la que todo aquello que le legaron sus antepasados le venía grande, no supieron comprender la relación que los antiguos habían tenido con la Naturaleza, les parecía ridícula su Cultura, carentes de interés sus juegos y deportes, feos los paisajes creados con el sudor de sus ancestros, poco apetecibles las comidas que los habían alimentado hasta entonces, inhabitables las casas de tejado rojo. Llegaron a renegar de los denantes, hasta el punto de que negaban la existencia de sus abuelos. Una amnesia colectiva se adueñó de ellos, cegados por la aparición de un extraño fenómeno, al que llamaban turismo, y que “nos va a sacar de pobres, cueste lo que cueste”. Los turistas llegaban por millones, y para alojarlos, la nueva generación destruyó la Isla casi por completo, rompió los bajíos, playas y acantilados en las que los zarapicos y otras muchas aves vivíamos, abandonó los campos y olvidó la Cultura y el Paisaje a los que sus antepasados habían dado vida a lo largo de los siglos, para ellos su Identidad simplemente era un lastre que no servía para hacer dinero, y, además, no gustaba a los jilufos que allí recalaban en busca de sol, playa y garimbas baratas, compradas en el “pub” en el que se remarca que el propietario es inglés.
La cosa estaba tan mal ajeitada, que los zarapicos decidimos no volver más a aquella Isla con costas de cemento y piche, más cuando este último no sólo se extendió por la tierra, sino que también llenó el mar.
Este es el cuento que me hizo mi abuelo hace mucho tiempo, y que ha sido el responsable de que no hayamos vuelto más por allí, a no ser que un mal viento desvíe nuestra nueva ruta. De momento, seguimos esperando a que los habitantes de la Isla recuperen su memoria, que aprendan que tienen que responder de sus actos ante las futuras generaciones pero que, al mismo tiempo, a la hora de tomar decisiones se deben también a sus antepasados y a su labor, que deben plantearse una “moratoria” de su alocado modo de vida, repensar si vale la pena el “más deprisa”, el “cómprate un coche mejor”, el “construye más”, el “destruye tu entorno para vivir (consumir) mejor”, valores que pueden llenar la vida de otros Pueblos, pero no la de éste, cuyos antecesores eran guerreros, pastores, esclavos, “escultores” de montañas, marinos... Seguimos aguardando a que estas gentes valoren la Cultura y el Patrimonio Natural que han heredado, que no deja de ser su principal valor de cara al turismo y su mejor aporte al “mundo globalizado”, además de su única defensa ante los vaivenes de la Vida. Volveremos el día en que las vacas grandes y rojas dejen de ser conocidas con el término despectivo de “ganado basto”, en el que los malpaíses colonizados por tabaibales no sean considerados balutos sin ningún valor, en el que los productos del país estén al menos igual de considerados que los foráneos, en el que el uso del dialecto tradicional no se entienda como “hablar mal”, en el que la lucha canaria, el juego del palo, el arrastre con ganado o la lucha del garrote sean justamente valorados por propios y extraños, y se reconozca que sus valores lúdicos y deportivos son, como mínimo, iguales que los de cualquier deporte de origen inglés o americano; en el que sean grupos con música de la tierra los que reciban a los visitantes, y no bailarinas hawaianas. Sí, ese día volveremos, y nuestra vuelta será como una promesa de esperanza que se renueva cada año, como la nieve que cubre a ese Padre cada invierno.

Autor:Carlos Darias

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